Rodrigo Castañeda
El ciberbrasileño parte 1
Cuando E y yo conocimos a Ana Rosa nos dio la impresión de que era una mujer centrada y con una vida profesional sólida, pues a sus cuarenta años ya se había hecho un lugar en el gremio de vendedores de trailers, un gremio que antes era exclusivamente masculino.
Era soltera y guapa; tenía ojos color aceituna, piel morena clara y cabello negro que le caía por los hombros de una manera tan natural que causaba envidia en la mayoría de las mujeres. Tenía una hija de once años llamada Lucía. Para nosotros el padre de Lucía siempre permaneció anónimo, Ana Rosa no mencionaba en presencia de los amigo ni el nombre de pila, pero era tal la naturalidad, la complicidad con la que madre e hija se desenvolvían, que a nosotros nunca nos pareció necesario —aun por morbosidad— el conocer eso pequeños detalles.
Hace algunos meses Ana Rosa nos anunció la noticia de que estaba viendo a alguien de manera romántica, evento que parecería normal de no ser porque en todo lo que llevábamos de conocerla nunca había estado interesada en nadie. El susodicho era un brasileño que, según nos dijo ella, vivía en Bahía y era gerente general de una planta de la Volkswagen.
Se habían conocido por Internet, en uno de esos salones de chat que todavía existen a pesar del Messenger y el Facebook, y a los que uno se conecta los sábados por la noche cuando no hay nada mejor que hacer. El caso es que fue amor al primer byte y el romance cibernauta se dio casi de manera instantánea.
Pasó poco tiempo para que dejamos de ver a Ana Rosa, pues se la pasaba encerrada en su casa chateando con el fulano aquel que creo nos mencionó se llamaba Luigi —extraño que un brasileño se llame como un italiano, pero en estos días de globalización todo es posible.
Cuando llamábamos a su casa siempre contestaba Lucía, y en el fondo, mezclada entre el sonido de un frenético golpeteo de teclas que semejaba la marcha de mil y un hormigas con botas militares, se escuchaba la voz de Ana Rosa que gritaba que no podía atender el teléfono en ese momento, que tomara el recado para que ella se comunicara después con nosotros.
Poco a poco Ana Rosa fue dejando de ser extrañada en las reuniones, pues no iba porque le resultaba imposible despegarse de la computadora por un momento, a menos de que fuera a dormir —lo cual ya no hacía muy seguido— o a trabajar o a comer algo rápido, pero siempre regresaba con su ciberbrasileño.
Un día, mientras yo compraba tres docenas de lápices del dos para la oficina, me la encontré en la sección de computadoras. Discutía acaloradamente con un vendedor sobre la resolución de las cámaras web que vendían. El problema era, según alcancé a escuchar, que ella necesitaba una que pudiera hacer un zoom nítido y las cámaras web del local no tenían esa función. El vendedor, más hecho bolas que otra cosa, le aseguraba que todas eran excelentes cámaras y que para chatear no se necesita mucho zoom, pero que si necesitaba más información sobre las cámaras podía llamarle al gerente de computación. Ana Rosa miró con odio al vendedor, quien con su chaleco rojo y todo el acné de su cara salió corriendo.
Aproveché el momento para acercarme a ella y saludarla; se mostró sorprendida de verme, pero me saludó efusiva y cariñosa.
—Que milagro que te dejas ver —le dije en un tono algo burlón, pero tratando de no ser apresurado, pues me moría de la curiosidad sobre el estado actual de su relación con el brasileño.
—Pues ya ves, es que he andado muy ocupada manito —tras un suspiro que acompañó llevándose una mano a la cabeza concluyó —no me queda tiempo para nada.
—Sí, si eso del trabajo no deja nada bueno —mentí— y ¿qué haces por aquí?
Ana Rosa soltó una risita nerviosa mientras la cara se le ponía de color vino.
—Te lo voy a contar manito, pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie porque me muero de la pena ¿ok? Estoy comprando una cámara web, porque Luigi y yo ya decidimos que queremos llevar nuestra relación más allá y ¿qué crees manito? Que ya vamos a tener sexo, para eso quiero la cámara.
Mi mente le dio una vuelta al asunto y después le dio otra. Imaginé a Ana Rosa y a su cibergalán experimentando toda clase de posiciones frente a la cámara web, ella frotando sus pezones, él arrastrándose sobre las teclas de la computadora, ella llamándolo, dispuesta a romper cualquier firewall que se interpusiera en su camino, él gritando en completo éxtasis el nombre de su proveedor local de Internet, mientras la hackeaba.
Llegué a la conclusión de que eso del sexo cibernético no era lo mío y decidí no hacer más preguntas.
—Te deseo buena suerte y… que lo disfrutes ¿creo? —le dije a manera de despedida y me alejé. En la caja vi de reojo como ella trataba de explicarle a un hombre de traje café, que creo era el gerente, cómo era la cámara web que necesitaba.